Dos estampidas suyas generan las jugadas que desembocaron en los goles de Saúl y Costa, tras un discutido penalti (2-1).
Durante un rato bien largo, el Atlético debió pensar que, lejos de hallarse en su Metropolitano, en realidad se encontraba en el Paso de las Termópilas. La sensación de frustración de las tropas persas, hace más de 2.000 años, no debió ser muy diferente. Porque el Alavés convirtió el camino hacia la portería de Pacheco en una angosta travesía. Lo que sí cambió fue el modo de asaltarlo. Entre la cabeza de Saúl y la milimétrica diestra de Trippier echaron abajo el muro. La vieja fórmula rojiblanca del balón parado. Costa zanjó el asunto de penalti. Y en ambas jugadas estuvo el sello de Marcos Llorente, que volvió a dinamitar otro partido, arrancando desde el banquillo. Sólo dos semanas le han bastado al Atlético para dormir en Champions a pierna suelta.
Y eso que anoche, el camino impracticable, plagado de trampas y minas. Por momentos, la línea defensiva vitoriana se asemejó a una alambrada de seis jugadores, con Edgar y Aleix Vidal recubriendo de cemento cualquier fisura que pudiera asomar en las firmes paredes levantadas a conciencia por Asier Garitano para la ocasión.
La quinta revolución de Simeone en su apuesta inicial, con otro buen puñado de cambios, apenas pudo adentrarse en esa selva que era el área del Alavés. Y es que si algún jugador del equipo vasco se despistaba, sus compañeros del banquillo siempre tenían los pulmones bien afinados para dar la voz de alarma. La paciencia parecía la única receta posible para asaltar semejante desfiladero. Pudo haberlo hecho Joao Félix, cuando el duelo amanecía, pero su precioso remate de chilena acabó silbando el poste. O incluso Saúl, llegando desde atrás, como más le gusta, pero su cabezazo careció de precisión.