Los médicos del fútbol viven en un permanente estado de alarma desde febrero. Sin descanso. «Ni un día libre», dice Juan Manuel Blanco, el del Fuenlabrada, club de Segunda División. Como algunos de sus colegas, se ha dividido entre la labor en el hospital y la gestión de un grupo de jugadores confinados en casa y con muchas dudas. Tensión en la consulta, esperanza en las vídeollamadas al equipo y mucho cuidado en casa para no contagiar a la familia. Agota escuchar una jornada de estos profesionales, que han alternado durante semanas la burbuja del balón -de chicos jóvenes, fuertes y ricos- con el caos de las consultas, las toses feas, el terror, la cascada de muertes y el riesgo personal en cada paso.
Asoma ahora el regreso de la Liga y se sonríe al verano, queriendo todos dejar atrás la peor pesadilla que jamas se vivió. Pero aún hoy, y a pesar de haber leído y escuchado tantos lamentos sanitarios desde febrero, todavía impactan algunos testimonios de los protagonistas directos de la pandemia. Aquí un par de ejemplos crudos, en boca del doctor Blanco:
«Mi primer traje EPI en el hospital fue uno de los chubasqueros que cedió el Real Madrid».
«No me hicieron la prueba del coronavirus hasta primeros del mes de mayo».
Ambas revelaciones estremecen y definen la penosa situación que han sufrido en la primera línea de defensa contra la enfermedad. Un médico, traumatólogo en este caso, que cuidaba lesiones de contagiados (también ellos se rompían huesos en caídas o tropezones), tuvo que protegerse durante muchos días con un sencillo capote de plástico antilluvia donado por el club blanco, los mismos que se entregan a los pocos aficionados del Santiago Bernabéu que todavía tienen asientos sin cubrir.